Ante una cuarentena que se extiende generando cientos de opiniones y alternativas sobre soluciones infundadas, reflexionar con nosotros mismos puede ser un camino muy rico para mirar al otro. Pensamientos sobre el tiempo y cómo nos afecta nuestro nuevo entorno.
Por Carlos López / Para algunos es habitual. Para mí, la cuarentena es un momento aprovechado para dedicarle un poco más de tiempo a la lectura y las películas, pasatiempos que forman pero que no siempre se encuentra el espacio durante la dinámica del movimiento habitual. Uno de los films que más me interesó fue Arrival de Dennis Villeneuve. A través de la ciencia ficción se plantea cómo percibimos el tiempo, cómo reaccionamos a él. Y si podríamos almacenar tiempo como si se tratara de una moneda transaccional como plantea la película In time, ¿a qué destinaríamos nuestro tiempo? Gravity es otra película que siempre me atrapó por el sentido de buscar más allá de las estrellas lo que no escapa a nuestro ser. Es que hoy siento que lo colectivo es el motor para la lucha contra el coronavirus pero, haciendo una retrospección, ¿cómo construir un colectivo fundido si se alienta en los medios, en la calle, en el trabajo de cada día, una visión que alienta el progreso individual como salvoconducto a la gloria?
Mi punto parte hoy de mirar para adentro en una posición algo diferente. Mirarnos a un espejo debe ser una construcción para la unión, para acercarnos al otro, o será sólo tiempo aplicado al negocio de unos pocos. Pensar en mi pasado me lleva a las carreras de caballo sentado junto a mi abuelo y el relato del comentarista que eleva cada más la presión que ingresa por los ojos, por los oídos, que nos muestra el ganador de la carrera transmitida por Crónica TV en una tarde cualquiera desde el hipódromo de La Plata. Aquel era un momento de esos que parecen habituales pero que con el paso del tiempo se vuelven inmortales. Tiempo, otra vez. De chico siempre me gustó ver las carreras, jugaba a elegir el caballo que más me gustaba y ver en qué posición salía. De grande, volví a un hipódromo para verlos de cerca y allí, otra vez elegir el que nunca ganaría. O quizá volví para sentir a mi abuelo cerca, otra vez.
En la noche de la cuarentena, el silencio al principio fue más estrepitoso que por estos días. Pero nos acostumbramos a estar en casa y poco a poco lo extraño fue pasando; nuestra cotidianeidad se fue moldeando exactamente al ritmo de los anuncios presidenciales, acostumbrados a un paso del tiempo que se vuelve más veloz. Durante estos más de tres meses de aislamiento obligatorio se ha escrito más que nunca sobre depresiones, sobre cómo afrontar la vida, sobre cómo adaptarnos a la nueva normalidad desde nuestro lugar de presunta inmovilidad. No me gusta mucho esa definición. Pensarlo como una nueva normalidad es una forma de apaciguar lo inevitable, una forma de no aceptar que algo vamos a tener que dejar para darle entrada a lo que representa este virus para la humanidad.
Es así entonces que comencé a pensar que ante cada uno de nosotros el hecho de estar encerrados nos pone ante el desafío de encontrarnos en sí mismos, en la concepción antes citada. El trabajo, la rutina de la calle, el movimiento de las tareas y los pendientes nos ayudan a construir una percepción de nuestras vidas, colmadas de pasión, ira, encuentro, desencuentro y cualquier otra condición que aplique. Es que frenar; no seguir con la rueda que nos impone nuestra forma de vida occidental -aunque esto aplica a casi todo el mundo- pone en jaque quizá a una de las magnitudes más preciadas, estudiadas e incomprendidas por el ser humano como lo es el tiempo. El tiempo avanza y hoy, muchas personas sienten que se han suspendido en un único momento. Por eso no podemos queremos frenar, porque nos aterra la idea de no pensar en lo siguiente.
Hoy adaptarse a los tiempos que enfrentamos se convierte en una forma de vida y es momento oportuno de aceptarlo, nos cueste el tiempo que nos cueste. La construcción creativa colectiva -que nace de manera inicial en uno mismo- es la mayor fuente de poder que tenemos al alcance de nuestras manos. Si un joven sin acceso a muchos de los recursos establecidos agarra su carro y sale a buscar cartones por la Ciudad de Buenos Aires rompiendo con cualquier control de cuarentena por necesidad, ¿por qué tengo yo que quejarme desde el odio que repite el teclado de una computadora? Podemos ser mucho más que eso. Es por ello que la inclusión es necesaria. Y no hablo sólo de aquella que necesita un joven sin acceso a las nuevas tecnologías, a educarse, a perfeccionarse, me refiero también a incluir en nuestros días esa voz interna que nos marca hacia donde ir, que nos dice que la meritocracia no tiene fin social y que lo que diga la TV día y noche puede muchas veces no ser lo mejor.
Con el paso de la vida nos ocupamos mucho por producir más de lo necesitamos y no así de atender a los pequeños grandes regalos que nos deja la reflexión del debatir con el otro, de una mirada cómplice, de una mano tomando otra. ¿A dónde quedó el placer sino? ¿El tiempo no para realmente? ¿O eso nos creemos nosotros en nuestras cabezas para no oponernos al deber? No son interrogantes fáciles, porque se oponen a la ley que nos rige, una ley que no se mira ni se ve, pero nos marca que la cuarentena está mal y la crisis nos va a tapar. Prefiero pensar que hay una crisis interior que nos puede llevar a la bancarrota mucho más rápido que la caída de las acciones. Si al menos hay espacio para reflexionar en cuarentena que sea para apoyar al colectivo, que sea para liberar al pájaro azul de Charles Bukowski y no encerrarlo más de lo que ya está.