Una nueva entrega de las acuarelas del verbo que nos atrapan en cumplimiento de la cuarentena. Aislados pero conscientes de la hegemonía que pasea por las calles de la gran ciudad.
Por Carlos López / Mirando al horizonte pienso que tenemos mucho más en común con Francia que su distinguida arquitectura importada siglos atrás. Siento la brisa que me roza la cara, los brazos. Por primera vez desde que vivo en la gran ciudad siento un silencio atroz; tan perplejo como el que se siente en el pueblo, en la pequeña ciudad. Ni el ladrido de un perro; ni el traccionar de un motor. Ni un movimiento más que el provocado por el propio viento de madrugada que suele despertar tan puntual como un portero que sale a baldear. Es que la noche previa a un feriado en cuarentena es una nueva categoría para estos días con pereza. Cierro los ojos. Los aromas suelen llevarnos a lugares remotos. Que gran verdad, pienso, luego de sentirme por un momento en aquellas calles desoladas de pueblo donde solía andar por las noches cuando era un adolescente. Que ese sentir se haga real en la gran ciudad con tanta facilidad, impacta.
Un colectivo de la línea 95 dobla en la esquina y abro mis ojos. Volvamos al ahora. El aislamiento social y obligatorio se cumple con nuevos matices. El aplauso de las 21 no falló. Pero ahora los ruidos no son sólo de empuje por quienes continúan trabajando para luchar contra el virus. Ahora también media hora más tarde se suman las cacerolas. Un vecino o vecina cercano a mi departamento no parece haber entendido la consigna y usa su cacerola temprano, cuando los demás aplauden. ¿Será que es demasiado sincero? O será que le da batalla a otro que por largos minutos sigue golpeando una olla como si el ruido llegara en algún momento hasta la mismísima Casa Rosada.
Hace unos días me encontré con una publicación en una red social de una amiga que era demasiado clara como para ser una expresión efervescente en un medio social. Desde el barrio de la Recoleta se aproxima un ruido metálico justo un día después que el presidente de la Nación habló sobre los despidos que iniciaron algunas empresas. Dicen que quieren que la clase política se baje el sueldo. Por algún motivo en mi barrio, un poquito más allá de Avenida Córdoba, del lado más oscuro de los edificios afrancesados, las cacerolas no se escuchan. Sólo oigo el ruido de las palmas y algún grito de aliento que baja -y sube- por el pulmón del edificio.
Al día siguiente de esa cinéfila madrugada me levanté y me sentí demasiado cansado como para ser el comienzo del día. El trabajo desde casa no es una situación fácil de llevar, pero no me quejo, otros están buscando un trabajo o simplemente esperando que llegue la comida. No es mi caso, y eso es mucho en una situación de pandemia mundial. Me siento algo enfermo, pero no estoy enfermo. Quizá es más bien como una transformación que vamos percibiendo día a día. Es que el coronavirus nos atraviesa como seres vivientes, nos pone frente a la mesa miles de posibilidades de analizar y repensar una y otra vez los modos de vivir.
“The Companies Putting Profits Ahead of Public Health -Las empresas que ponen las ganancias por delante de la salud pública, en nuestra lengua- titula un artículo publicado por The New York Times el pasado 14 de marzo. Notas periodísticas lejanas que me devuelven a la grata realidad que atravesamos como Nación. Es cierto que somos un país con un 35% de pobreza. Y es cierto que mucho tenemos que cambiar y aprehender. Y es cierto que no logramos aún formalizar el trabajo en todos los rubros y estratos sociales. Pero qué grato es estar atravesando una pandemia desde casa cuando en otros países liberales la ecuación es mucho más simple y cruda. Si no se trabaja, no se cobra. Si un trabajador se enferma, no cobra.
Duele ver como en La Matanza miles de argentinos y argentinas salen a las calles en busca de recolectar materiales porque si no trabajan, no comen. Ni ellos ni sus hijos. Duelen las muertes en Chaco o en la Ciudad de Buenos Aires. Duele también ver cómo en Ciudad Evita la gente se agolpa para recibir un plato de comida que es entregado por las fuerzas armadas -comida que al menos en las imágenes que encontré fue cocinada por mujeres, un poco al costado de la escena-. Es nuestra realidad. ¿Es nuestra?, me pregunto. A veces siento que somos parte de un todo, pero no. Este jueves se cumplió un nuevo aniversario de la guerra en Malvinas. Casi que siento un nacionalismo que me atrapa, y encima es el cumpleaños de Alberto. Y el vecino de abajo que insiste con poner el himno a todo volumen a las 21, como cada día. Y el grito sacude un nuevo “O juremos con gloria morir”. Hoy aplauden algunos pocos. Justo hoy hay pocos. Pero las cacerolas llegaron tarde. Se escuchan muy pocas.
Es que luego del aplauso entro en razón; algo cambió estos días. Los medios que son casi hasta una compañía obligada para ver que pasa ahí afuera, principalmente los televisivos, nos ayudan a olvidar esos ideales de aires de masas. Los medios que tanto miedo reproducen con el coronavirus como aliado, vuelven a hablar de la grieta. “La grieta estuvo y siempre va a estar”, dice un periodista en Canal 13 al ser consultado sobre la propuesta de bajar los salarios a la clase política en la mesa del prime time. Es que el movimiento se motorizó desde la Alianza que hasta hace poco gobernó la Argentina y tiene sus aliados en la pantalla. Cuando el coronavirus es la gran atracción, la política nos apunta y nos recuerda que por encima de nosotros está el poder que necesita mostrarse. La TV nos vuelve a marcar que no nos olvidemos dónde estamos parados, no sea cosa que por un momento nos unamos y vaya a saber uno dónde terminan las inversiones que nos dan de comer.
En la informática, y más precisamente en la programación, asignaturas que estudio con la misma pasión que escribo estas líneas, se usa permanente una de las frases más emblemáticas que existen en la historia de la humanidad: Divide y triunfarás -del latín divide ut regnes-. La mención es aplicable a todos los aspectos de la vida. En una asignatura lógica, rústica pero didáctica, es una salida a muchos problemas. En una realidad social, es una sentencia de aceptación al poder muchas veces disfrazado de hada madrina. No por nada fue una de las frases utilizadas por dirigentes como Julio César o el propio Napoleón.
Vuelvo al balcón de madrugada. La brisa de una calma noche. La inocencia juvenil de no saber qué pasa más allá de las calles del pueblo. El show volvió a comenzar. La grieta vuelve a la acción. ¿Acaso se fue alguna vez? No, no se fue. Supongo que soy yo el que me fui de la grieta, me fui de mi lugar por un ratito en la transformación que nos propone la cuarentena. No hay virus que mate a la hegemonía que oprime a los pueblos, de la misma manera que no hay poder que derrote a la unidad del pueblo. Esta vez las cacerolas duraron escasos segundos. ¿Por qué le dí tanta importancia a ese ruido? Prefiero aplaudir. Sigamos aplaudiendo desde nuestro balcones; aunque nos cueste, sigamos.